A un niño le quitas una paleta y le dices: no es pertinente que ingieras dulces antes de comer, porque luego no quieres probar bocado; sabes de antemano que es lo que a tí te decían cuando eras pequeño y te rehusabas luego del sabor glotonero del almidón en tus dientes de leche, a degustar el brócoli y el pedazo de animal muerto que te servía tu madre. Te sorprendes entonces como el ladrón de azúcar almidonada, como el sustractor de ilusiones, te molesta, no sabes bien porque lo haces, pero le provocas al niño, a ese niño que seguramente ni tu hijo es, una de las tantas ausencias que desembocarán en soledad abusoluta al final de sus días, por no soportar un rompimiento, o en un suicidio volátil, por la misma razón. Refleccionas después que eso es imposible; tú sigues vivo, tu eres el que le está prohibiendo algo al niño, el que le trunca la libertad de decidir, tú estás vivo, tú estás vivo, te dices,y lo repites invariblemente para cerciorarte de esa existencia que en tan sólo un segundo parece no ser cierta. Enloqueces, ya no estás seguro de nada, ni del niño, ni de la paleta, ni de tí mismo, sólo algo es seguro y no quieres pensar en ello, te rehusas como al brócoli a la ausencia de Julia. Años atrás te habían quitado el azúcar como te la habían quitado a ella. Recuerdas bien que sentiste que te abriste en diez para que todos tus órganos quedaran deshabilitados, inútiles; ya nada funcionaría pensaste, ya nada sería un mar de frutos reluciente, y las mañanas con café en la cama y caricias en la espala desaparecerían, se irían al olvido. El niño no se ha olvidado de tí, te mira profundamente viendo su futuro inquebrantable, comienza a llorar y quieres decirle que todo estará bien, que crecerá y que Julia nunca se irá, que Julia, su Julia no tiene porque irse, que su historia es diferente porque él es un niño bueno y diferente que no le hizo a Julia ni le hará a Julia lo que tu le hiciste. Pero en realidad te hablas a tí mismo, aunque el niño entiende desde ese momento que le hará lo mismo a su Julia y llora más fuerte y no puedes callarno y no puedes callarte, no puedes dejar de reclamarte y de llorarte, de llorarla. Se fue por tu culpa, no, no se fue por tu culpa, ella decidió así, tú hiciste lo tuyo, le llamaste las veces que tenías que llamarle, le llevaste flores una vez, la besaste en la frente como a las mujeres les gusta, beso en cumpleños, en navidad, en día de muertos un disfraz, unos wiskyes y el mejor sexo. De pronto lo entiendes todo, te viene el entendimiento como un muñeco de nieve gigante que al correr se multiplica y ya no puede parar, lo entiendes todo, como cuando nunca entendiste que Julia se había ido, como cuando te abriste en diez sin saber que el cuerpo tenía la posibilidad de abrirse tantas veces para dejar escapar ese dolor que nunca escapó. Intentas cambiarlo y sabes o supones que en el niño está la respuesta, por algo está ahí, por algo la paleta. Pero ¿qué es lo que entiendes? Todo, miras al niño, al pequeño ramillete de llanto que te mira dislumbrando lo que le depara el destino, a ese niño desesperado por respuestas, y le preguntas lo que nunca le preguntaste a Julia, ¿cómo estás Julia? Pero Julia se ha ido y el pequeño sabe que como la paleta Julia se irá, sabe, aunque es niño que Julia es y será para tí y para el una ausencia inolvidable, sabe y por eso llora más fuerte que él y tú, ya están muertos.
miércoles, 2 de diciembre de 2009
martes, 1 de diciembre de 2009
Una foto, un reflejo.
Incio la primera entrada de este nuevo blog con un recuerdo de antaño. Una fotografía en la que posaba extrañamente debido a mis ansias de salir perfecta, guapa, reluciente; todo para que al mandarla en aquél sobre amarillo (manila) rumbo una dirección desconocida, se abriera el sobre, se tomara la fotografía con las dos manos, y se exclamara ese tan esperado ¡wow! que según yo iba a sentir desde lejos. No mandé la fotografía, no se abrió el sobre (manila), no se tomó la foto con las manos... lo demás ya lo imaginan. Pero eso no era lo importante en el final. Años después pude observarla con detenimiento, haciendo un recuento de toda mi algarabia de adolescente enamorada, de niña con ilusión precoz y lo que descubrí fue argumentativamente estúpido: Vi a un hombre, a un príncipe que dentro de mis ojos mostraba un trozo de su cabello castaño recorriendo su frente, mientras el lente moviendo su circular cristal enfocaba mis ojos miedosos, no, no eran miedosos, sí, estaban llenos de ese miedo que guarda el saber que ya no podrás mirar otros ojos, que ya no podrás tocar otro cabello, ni pensar en otro nombre. Pero esas son pendejadas, pensaría después de un tiempo estático recordando el momento y al príncipe; nada es para siempre, lo efímero es la primera enseñanza de un corazón roto, de un alma enamorada. Solté la foto de mis manos, no quise saber que desde ese momento, habría de estar equivocada para siempre. Nada volvería a ser igual, ya éramos una foto y su reflejo.
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